Hace su entrada un cliente con la cabeza agachada, la barbilla pegada al pecho, y mirando al frente todo lo que le permiten los ojos vueltos hacia arriba.
—Vengo a cortarme el pelo —dice el hombre.
—Me va a resultar un poco difícil si no levanta la cabeza —le explica el peluquero.
—Usted lo ha dicho, es que estoy que no levanto cabeza.
—Siéntese aquí y veré lo que puedo hacer. Antes necesito ponerle el mandil para que no se llene de pelos. ¿Me permite? Bueno, usted dirá como lo quiere.
—Me da igual, no puedo ni mirarme al espejo. Y con este flequillo que me cuelga es como tener una cortina de pelos.
—Lo primero solucionado. —Le coloca el peluquero un espejito sobre las rodillas al cliente—. Y lo segundo, también. —Ras, ras, le corta el flequillo.
—¡Caramba, que amable es usted!
—No siempre, no siempre…
—Pues conmigo, sí.
—Oiga, he visto que ha levantado una pizca la cabeza cuando le he dado el espejo y le he cortado el flequillo.
—Me ocurre a veces; creo que es cuando me pasa algo bueno, y como nunca me pasa nada bueno.
—No lo entiendo: ¿qué hay de bueno en lo del espejo y el flequillo?
—No lo sé. Si lo piensa, gracias a que ha puesto el espejo en mis rodillas he podido mirarme. Y cuando me ha cortado el flequillo, ha desaparecido la cortina de pelos que me nublaba la vista.
—Pues ya verá como sale de aquí con el cuello más tieso que un indio apache. —El cliente se ríe y se le levanta otro poco la cabeza.
—¿Ha visto? ¡Se ha vuelto a mover! Es que también ocurre cuando me rio y, la verdad, es que desde que murió mi madre…
—Vaya, lo siento. Quiero decir que siento lo de su madre.
—Ya, se lo agradezco. Me cae usted bien; tengo pocas ocasiones de charlar con alguien. Antes de la baja, lo hacía con la gente del trabajo, pero desde que me han echado…
—Lo siento otra vez. —El peluquero curioso baja un poco el hilo musical para escuchar mejor al cliente. —¿Le puedo preguntar por qué le han echado?
—Pregunte todo lo que quiera, así me desahogo. —Un cliente que se asoma por la puerta interrumpe la conversación. El peluquero se mira el reloj y le dice que ya no coge a nadie más hasta mañana.
—Un momento —se disculpa el peluquero—. Voy a echar el pestillo y así no nos molestarán. Me iba a contar lo de su trabajo.
—Es una historia muy larga; para que se haga una idea: me despidieron porque me cogí la baja por depresión y lo de la depre fue por una mezcla de la pena por la muerte de mi madre y el soponcio que me llevé cuando mi mujer me puso de patitas en la calle porque se echó un amante. Y aún hay más, pero de eso prefiero no hablar.
—No me extraña que esté que no levante cabeza.
—Así ando.
—Con los cuernos por delante y la cabeza agachada; parece un Vitorino.
—Y usted parece un majadero.
—¡No se ponga así, hombre! Es que ayer estuve en los toros y me ha venido el flash de repente.
—Pues cuide lo que dice; no se olvide de que yo soy el cliente y usted el peluquero.
—Siempre lo tengo presente; no se preocupe.
—Tampoco me diga eso. A un depresivo no se le puede decir que no se preocupe porque entonces se preocupará más si cabe. ¿Me explico?
—Perfectamente y no hace falta que me pregunte si se explica; no soy tonto.
—Pues lo parece.
—¿Se da cuenta de que en menos de un minuto me ha llamado majadero y tonto?
—Hagamos las paces y cambiemos de tema que con esas tijeras en sus manos…
—De acuerdo y no se preocupe, yo soy un profesional.
—Lo ha vuelto a decir.
—¿El qué?
—Déjelo.
—¿Pero el qué he vuelto a decir?
—Olvídelo, me está sacando de mis casillas.
—Parece que ya no le parezco tan amable. ¡Qué rápido cambia de opinión!
—Estoy muy sensible. Discúlpeme.
—Le disculpo si me cuenta su historia.
—Se la cuento si se está callado.
—Trato hecho. Eso sí, le tendré que cortar el pelo muy despacito para que le dé tiempo a contarme todo.
—¡Ahora se está burlando de mí! —Al cliente se le inclina un poco la cabeza para abajo.
—¡No, faltaba más! Es que su historia me tiene intrigado. ¿Le parece que para hacer tiempo y ya que tiene muchas canas le dé tinte? Son veinticinco euros más, pero un tinte vegetal muy bueno que no daña el pelo.
—No sabía que me hubieran salido canas. ¿Y dice que son muchas?
—Bastantes, pero usted no se las puede ver. Aprovecharé para pasarle la brocha con Abrótano Macho allí donde tiene calvas, y se tendrá que llevar el frasco para que continúe con el tratamiento en casa. Cuesta diecinueve euros.
—¡Dice que tengo calvas además de canas!
—Con todo lo que le ha pasado no me extraña. Lo de las calvas en el cuero cabelludo seguro que es por los nervios, se llama alopecia nerviosa, y lo de las canas será por los disgustos que ha tenido. —La cabeza pierde todo el recorrido ganado y la barbilla del cliente vuelve a tocar el pecho.
—Usted, a la chita callando, me va a colocar todo su muestrario y me va a dejar la cartera tiritando.
—Para ser un hombre que no levanta cabeza, anda usted muy fino. Le haré un descuento la próxima vez que venga.
—Eso será si vuelvo. ¿Por qué no me lo hace ahora?
—Muy fino, muy fino —repite el peluquero—. Mire lo que vamos a hacer: usted me cuenta todo lo que le ha pasado y si cuando haya terminado de cortarle el pelo vemos que sale con la cabeza más derecha, no hay descuento que valga y en cambio si sigue con ella igual de como ha entrado, le regalo el crecepelo.
—Perfecto —se anima el cliente convencido de llevarse el Abrótano Macho gratis—. Si le parece, empiezo.
—Por orden cronológico; con detalle, pero sin extenderse, por favor.
—Yo seré fino, pero lo que es usted…—se calla el cliente.
—Dígalo, no se corte. ¿Me iba a llamar ahora jilipollas?
—No, por Dios. Iba a llamarle puntilloso; además, yo nunca digo palabrotas, ni me gusta oírlas.
—¿Puntilloso?, no me gusta; preciso: esa palabra me define mejor. —El peluquero deja las tijeras sobre el mostrador y coje la navaja para hacer las patillas. —Ahora cuente, que si no nos van a dar las mil y monas.
—Pues ahí voy; si se aburre, me lo dice. Todo empieza con la muerte de mi madre, que era una bendita, hace tres meses. Murió en su casa, mientras dormía. Tenía noventa años. Había contratado a una chacha, una dominicana muy guapa y simpática, que la trataba muy bien y que fue quien se la encontró muerta una mañana. Mi exmujer no las podía ni ver, ni a mi madre ni a Sonia, que así es como se llama la dominicana, y sabiendo que mi madre tenía pánico a los perros, compró uno hace cuatro años, y desde entonces no volvió a aparecer por mi casa. Mi ex tampoco soportaba que la llamara por teléfono, decía que lo hacía a todas horas cosa que es verdad, y lo tenía que hacer desde el trabajo y para ir a verla, iba los domingos y a escondidas. La cuestión, que sólo la veía un día a la semana y ahora, que ha muerto, me siento fatal y no levanto cabeza.
—Usted no se siente fatal, lo que pasa es que está triste —comienza el peluquero—. Y a pesar de eso, puede darse con un canto en los dientes…
—Acogotado y todo podría hacerlo, pero no me apetece.
—Por favor, cierre los ojos que le voy a aplicar el tinte, aunque en su postura lo veo difícil, y ahora escúcheme: su madre, que era una bendita, murió a los noventa años mientras dormía, y tenía a un hijo… ¿Es usted hijo único?
—Sí. Prosiga.
—Decía que su madre era una bendita, que murió a los noventa años mientras dormía, que tenía un hijo al que quería y que la quería, además de a una simpática dominicana que la cuidaba. ¿Es así? —El peluquero masajea el cuero cabelludo del cliente con unos guantes que se ha puesto para aplicar el tinte.
—Bien resumido.
—¡Pues alégrese por su madre y no sea tan egoísta, coño!
—¡Cómo se pone usted! —El cliente levanta un poco la cabeza y gira el cuello. —Le he dicho que no tolero las palabrotas.
—Discúlpeme; yo tampoco las tolero, pero es que de vez en cuando…Estará de acuerdo conmigo en que su madre ha muerto de vieja, feliz y contenta, sin enfermedades ni agonías, y que como ha dicho antes que era una bendita, estará en el cielo, si es usted creyente; así que lo que es respecto a la muerte de su madre, ya puede ir levantando la cabeza. —Y al cliente, efectivamente, se le mueve otro poco para arriba.
—Vale, tengo que darle la razón. Pero decir que mi madre se ha muerto de vieja… Podría haberlo dicho de otro modo.
—Digo las cosas tal como son. — El peluquero se acerca al lavabo con las manos manchadas de tinte y sigue hablando—. ¿Recuerda cuando antes me habló de la dominicana que contrató para su madre? La llamó chacha y eso no me gustó a mí.
—¡Si dije eso, se me escapó! Y, además, no permito que falte a Sonia.
—¡Yo no la falto; es usted el que ha dicho que era una chacha! Y también ha llamado chacha a mi mujer, que es externa, para que se entere.
—¡Rectifico lo dicho ahora mismo y se acabó el tema! Y perdone si lo he ofendido.
—Creo que lo pasa es que le gusta Sonia, esa dominicana guapa y simpática que tan bien se portó con su madre , ¿verdad?, y por eso se ha puesto así. —El peluquero se sienta junto al cliente en el otro sillón que hay frente al espejo, lo gira un poco, cruza las piernas y se queda mirándolo—. Con su permiso, me voy a sentar a su lado; tenemos que esperar a que se asiente el tinte.
—¿Va a tardar mucho?
—Unos veinte minutos. Una pregunta, ¿la quiere? —El cliente permanece callado y el peluquero, cogiéndole una mano, insiste—. ¿La quiere?
—¡Qué confianzas son éstas! ¡Suelte mi mano!
—Es verdad que la quiere y no se atreve a decirlo en voz alta… ¿Por qué no lo admite? ¿Le da vergüenza enamorarse de una chacha? —Al cliente se le mueve la cabeza un poco para arriba, un poco para abajo y se le pone la cara como un tomate —. Lo que yo pensaba, ¡usted se ha enamorado de la cuidadora de su madre!
—¿Pero esto que es, una peluquería o el consultorio de la señorita Pepis? —dice el cliente indignado.
—¿Ella le corresponde? —sigue presionando el peluquero que ahora ha pasado de ser curioso a ser cotilla—. ¿No me irá a decir que están juntos?
—¡Pues sí! ¡Y no me avergüenzo de nada, peluquero de mierda! —El cliente se levanta del sillón y tira la sábana al suelo. Enfurecido, va a dar una patada al sillón, pero se lo piensa dos veces. Intenta abrir la puerta de la peluquería, pero no puede —. ¡Cómo coños se abre esto!
—Eh, que usted no dice palabrotas —le regaña el peluquero.
—¡Mierda, mierda y mil veces mierda! —El cliente tira de la puerta pero no puede abrir.
—No se ponga así que le va a dar un patatús. Para salir hay que quitar el pestillo, pero antes págueme.
—¡Con esto será suficiente! —dice el indignado metiéndole un fajo de billetes en el bolsillo de la bata al peluquero mientras éste le abre la puerta.
—¡Pero hombre, me ha dado un dineral! ¡Vuelva! —le grita mientras ve al hombre que no levanta cabeza cruzar la calle. Al otro lado de la acera hay una mujer alta y muy guapa, con más curvas que Despeñaperros, que le espera. Cuando se encuentran, ella se agacha sorprendida al ver como el hombre tiene la barbilla separada del pecho y pega un grito de alegría.
—Como que me llamo Ricardo que éste vuelve mañana a quitarse el tinte, me lo cuenta todo y sale de aquí con la cabeza bien alta — se dice el peluquero sonriendo.
© Pedro Moreno. Octubre 2023. Todos losderechos reservados.