FALTABA MÁS V – El peluquero salvatrucha

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Un señor irrumpe en la peluquería como una tromba. Sin saludar cuelga el abrigo en el perchero, se sienta en una silla que encuentra vacía y espera a que el peluquero termine con el cliente que en ese momento está pagando. Antes de que se despida del peluquero y salga por la puerta, el señor ya se ha puesto en pie.

                  —¿El Sr. Pérez, supongo? ¿El de las siete treinta? —El cliente asiente con la cabeza—. Si hace el favor de volver a sentarse, estoy con usted en un momento.

                  —No me apetece volver a sentarme, estoy bien así —dice de forma insolente el recién llegado y pregunta—: ¿Va a tardar?

                  —No se preocupe, es sólo un minuto.

                  «Ya empezamos», piensa el peluquero, «todos los días me tiene que tocar una mosca cojonera» y se pone a sacudir con brío la sábana usada y la echa en un cesto. Coge escoba y recogedor y barre el suelo en torno al sillón recién utilizado. Cuando termina saca una sábana limpia de un montón, la extiende ante el cliente y con un ¿me permite?, se la pone en torno al cuello y la anuda. Hace un gesto con la mano y le señala el sillón.

                   —¿Ahí quiere que me siente? ¡Está lleno de pelos! —reprocha el malencarado.

                  El peluquero, paciente, a pesar de que no ve pelo alguno, saca un aspirador de mano de un armarito, lo pone en funcionamiento y hace que limpia. Señala de nuevo el sillón y el caballero se sienta.

                   —Peluquero: ¡corte! —ordena el cliente.

                   —¿Corto?

                   —¡Que corte le digo!

                   —Que si lo quiere corto.

                   —¡Ah, eso! Sí, corto, bien corto.

                   —Cortito, ¿eh?

                   —Sí, bien cortito.

                   —Se le nota a la legua.

                   —¿El qué?

                   —Que es usted bien cortito.

                   —¡No me falte!

                   —Faltaba más que yo le faltara con lo cortito que es usted.

                    —¡Córtese!

                    —¡Ni hablar!

                    —¿Y por qué?

                    —Porque a mí mismo no puedo, siempre se lo encargo a un compañero.

             Mientras el cliente ofendido rumia la conversación que acaba de tener, el peluquero da al play de un aparato de música y por todo el establecimiento comienza a sonar la cumbia del “Peluquero Salvatrucha”.

                    Todo alegre, tirando de tijera y navaja, y revoloteando con salero y moviendo la cintura, se pasea el peluquero alrededor de la cabeza del ofendido y, en un santiamén, lo deja listo. Vacilón y al ritmo de la cumbia, coge el sillón por el respaldo y el cliente, mirándose el corte en el espejo. se marea cuando de golpe lo mueve rápido a la izquierda, rápido a la derecha, para en el medio y da cuatro vueltas completas a velocidad endiablada hasta que vuelve al centro. El peluquero con una reverencia le invita a bajar del sillón.

                   —¡Cobre! —grita el cliente tambaleándose, con ganas de salir a la calle.

                   —¡Son dieciocho! —le imita el peluquero.

                   —¡Aquí tiene! —El cliente se marcha sujetándose en las esquinas por el mareo que tiene.

                   —¡Eh, que se deja sus vueltas!

                   —¡No las quiero!

                  —¡No me extraña, con las que ya lleva en el cuerpo! —se ríe el peluquero con la ocurrencia—. ¡El abrigo!

                   «Si tampoco lo quiere, lo vendo en el rastro», piensa el peluquero.

                    Pero el cliente lo coge y sale de la peluquería como alma que sigue el diablo. Pone un pie en la calle y tropieza con la correa extensible que separa a un perrazo de su dueño que, despreocupado, va hablando por el móvil. No llega a caer al suelo y, cuando recupera el equilibrio, se lía a mamporros con el hombre del perro, dando rienda suelta a toda la rabia acumulada.

                     —¡Dele, dele! —le jalea el peluquero cuando se asoma a la puerta; está harto de decirle al vecino del perro que así no se lleva la correa. Al final, el cliente indeseable le va a resultar simpático. Vuelve adentro de la peluquería, coge la escoba y se pone a barrer mientras canturrea:

                         “Un peluquero de San Miguel se ganó la lotería,

                           El peluquero, el peluquero,

                           El peluquero salvatrucha,

                           Y en su casa como quería,

                           Montó una peluquería,

                           El peluquero, el peluquero,

El peluquero salvatrucha.”

© Pedro Moreno. Septiembre 2023. Todos los derechos reservados. 

 

 

 

 

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Madrid, 1965. Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad Autónoma de Madrid. Empleado de banca hasta 2018. Actualmente prejubilado y profesor de español para personas inmigrantes sin recursos. Ha compaginado la vida laboral con la actividad de cooperante internacional y voluntariado para diversas instituciones. Como escritor ha ganado los concursos de relatos del Pregón de la Moraña (Hernansancho, Ávila) en 2001 y de microrrelatos de la Feria del Libro de Madrid en 2015, sin haber publicado ninguna obra hasta el momento.

2 COMENTARIOS

  1. Jajajajaja jajajajaja llorando de risa estoy, qué gozada poder disfrutar de estos relatos cortos que consiguen en unos minutos que te cambie el humor.
    Bravo, Pedro!!!

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