Cartografía y deseo

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Cartografía y deseo

por Lucía Rodríguez


(Un homenaje a Alberto Caeiro)

Nunca me ha gustado la geografía. A duras penas consigo ubicar cada país en su sitio. Y no hablemos del trayecto de los ríos, de la localización de cada cordillera. Soy más bien como la niña inatenta que, llamada a cenar, mete rápidamente los juguetes de los accidentes geográficos, de las naciones en un cajón cualquiera. Todo mezclado. Palestina haciendo frontera con Singapur. El Rin desembocando en Mar del Plata. El Guadalquivir naciendo en Amberes. Los Andes coronando una de las islas griegas.

Imagino el mundo, por pura comodidad, por pura incapacidad mnemotécnica como esa bola de cristal a la que tanto apego tenía Ciudadano Kane. Lo agitas y los copos de nieve van cayendo, al azar, sobre las páginas de los atlas. Cada vez en un sitio distinto. Los países, los ríos, las montañas como nieve que el viento lleva a otra parte. Welles quiere contarnos que para Charles Foster Kane esa bola representa el lugar de su infancia. Yo, en cambio, pienso que es una forma de cambiar de sitio, de mudarse de país en la imaginación. De mudarse de vida. Volver adonde naciste o a cualquier otro lugar donde aún esté presente la promesa de la felicidad. Acercar esos destinos con un simple giro de muñeca. Ser otro, cualquier otro, algo que no se parezca en nada a uno mismo.

Pero ya digo que hago poesía por incapacidad. O quizás es al revés, y es profesor de geografía, de matemáticas, de física quien no sabe ser poeta.

Porque yo sabría muy bien dónde empieza el Miño y dónde acaba el Guadiana, ubicaría perfectamente el Cabo de Buena Esperanza y el Estrecho de los Dardanelos, si mi profesor de geografía hubiese amado la literatura por ejemplo.

La docencia es como la medicina. Si tienes migraña, dolor renal e inflamación en el epigastrio, necesitas, como  mínimo, tres especialistas. No esperes que un nefrólogo sepa diagnosticar un esguince. No esperes que un obstetra te mande vitamina C para promover la inmunocompetencia.

¿Cómo puede un profesor de geografía saber dónde está San Petersburgo, con quién hace frontera, y no haber leído nunca a Dostoievski o a Goncharov o a Chéjov? ¿Un profesor de matemáticas explicar la proporción aúrea, el 1,618, sin haber estudiado botánica, sin haberse parado a mirar (a extasiarse con) cada una de las flores en las que dicha proporción se manifiesta? ¿Cómo puede explicar física un profesor que no tiene ni idea de psicología: de vacío, de caída libre, de agujeros negros?

No es para conseguir llegar al alumno, para motivarlo. Es que todo es lo mismo. La misma materia explicada con palabras diferentes. Todo la misma cosa. ¿Cómo se va a erigir una materia en parte, en fragmento, de un algo divisible, cuarteable? En un cuerpo cualquiera no se puede establecer una franja y decir: «Hasta aquí, el cuerpo está sano, y a partir de aquí, enfermo». Sólo el hígado mal, dice el hepatólogo. Sólo mal el corazón. O el intestino grueso. La mitad de la sangre, sana. La mitad, enferma.

Queremos una vida con rayas discontinuas que indiquen dónde puede aplicarse la tijera de la mente. Por suerte, la vida se rebela y se impone tal cual es: una, completa.

Pero a lo que iba, a que he tenido que aprender geografía yo sola. Horas y horas de lectura de novelas, de poesía, para saber situar cada cosa del mundo, para saber a qué distancia está lo que amo. Leo y voy dibujando en el mapamundi mudo de mi pared una constelación con los nombres de los escritores que me dicen algo, que me llaman desde sus lugares respectivos. Y sólo después, y de a poquito, voy colocando entre nosotros los ríos, los valles, las cordilleras.

De Foster Wallace me separa el Atlántico y las Azores. De Katherine Mansfiel, el Atlántico, el Pacífico, el Mar Caribe, Cabo Verde y las islas Bounty, Tuamotu, Marquesas, Antillas y Barbados. De Kundera, los Pirineos y los Alpes.

(Sí, me separa. No pienso usar el pretérito imperfecto. No soy la Academia Sueca. No estoy dispuesta a distinguir entre escritores vivos y muertos. Además, que están vivos: mis escritores. Amar algo es prestarle, con el recuerdo, con la voluntad un corazón postizo, supletorio. Aplicad un fonendo a cada libro de Foster Wallace y entenderéis lo que estoy diciendo).

Ciento veinte escritores, ciento veinte estrellas rutilantes: Delillo, Pynchon, Vollmann, Calvino, Ginzburg, Pizarnik, Sexton, Herbert, Proust, Levi, Sontag, Didion, Walser, Cărtărescu, Cheever, Coetze, Roth, Lobo Antunes, Kristof, Saunders…

En medio, millones de accidentes geográficos. Como si alguien quisiera llenar de obstáculos el espacio que separa a dos amantes. Como el niño que construye una trinchera para que el hermano pequeño no le robe sus juguetes. Tiempo perdido, por otra parte. Sólo espejismos: esos obstáculos. Pero los respeto, finjo que existen, que me llevaría media vida atravesar a pie el camino que se me separa de esos escritores. Finjo aceptar que no los conoceré nunca en persona, que ni siquiera lo necesito.

Una excusa para aprender geografía, aunque sea tarde.

Hoy hace un año que dibujé una línea azul que va desde mí hasta Alberto Caeiro y que se llama Tajo.

Tajo en España y Tejo en Portugal. Palabras distintas para el mismo río, a eso me refería antes. ¿Qué partes del río me estoy perdiendo cuando lo llamo Tajo, sin la e? ¿Cuáles se están perdiendo ellos sin la a mía?

Un río más, pero que yo no olvido porque es lo único que me une a Caeiro. Él no existe, y yo llego, además, un siglo tarde a su vida, así que esa línea azul en la pared es lo único que tenemos.

A veces, sobre todo por la noche, siento la tentación de tirar del extremo del río que tengo a mano, como si fuera una madeja por recoger, para traer a Caeiro de este lado, enganchado —o eso imagino— a su extremo respectivo.

Tardo siempre un rato en recordar que está muerto, que del extremo de su cuerda sólo obtendría barro, un buen puñado de algas, alguna que otra piedra.

No por eso dejo de tirar, aunque la cuerda no se mueva. Tiro, le digo con el tacto, con ese movimiento de muñeca, cosas bonitas. Que me encanta, que lo echo de menos.

Devolver al otro a la vida tocando simplemente una cuerda. Como si el otro fuera un instrumento abandonado a la espera de que alguien le arrancara la música que lleva dentro.

(Amar: tañer el alma del otro con los dedos del recuerdo).

No soy nada patriótica (en el sentido de pertenecer a un país y no a un cuerpo, y no a una naturaleza), pero me siento en deuda con España por haberle regalado la mitad del río a Portugal. Por haber dejado que el agua se extienda como una mancha de aceite hacia el oeste, en vez de quedárselo dentro de sus fronteras.

Si el río nace aquí, está claro que es nuestro. Por eso siento esa gratitud, esa ternura. El Tajo, una especie de presente diplomático que ofrecemos a nuestros vecinos. Otros habrían utilizado el machete para cortar el río por la mitad, aún a riesgo de generarle una herida en el pulmón, en el páncreas, de arrancarle uno de los dos brazos.

Un corazón de agua, el del Tajo. Con las aurículas en España y los ventrículos en Portugal. Un latido construido entre dos naciones. Al ritmo estándar: entre sesenta y ochenta por minuto.

No pude darle nada a Caeiro, pero pude darle la desembocadura del Tajo, ese medio corazón. La excusa para algunos de sus poemas.

Aunque quizás no debí darle esa excusa.

Pessoa se equivocó en tres cosas: en matar a Caeiro con veintiséis años y en dejarle escribir poemas.

No le pega. Precisamente porque es poeta. Caeiro.

A Caeiro lo deberíamos haber conocido sólo por boca de otros. Otros que hablasen por él, que dijeran: «Caeiro dice…, Caeiro piensa (o sea, siente…)». Llevar el juego de las personalidades hasta sus últimas consecuencias.

Para que Caeiro exista es necesario que no haya escrito nada. Que sólo lo hayan conocido de cerca de Campos o Reis o Pessoa. Y conocerlo como es posible conocer a un árbol, a un pájaro, a una enredadera.

Como mucho, las Notas para recordar a mi maestro Caeiro. O El regreso de los dioses.

Qué interés iba a tener Caeiro en escribir versos, ocupado como estaba en mirar la vida, en seguir el ciclo del sol, de la luna, en vigilar la explosión de las flores, en guardar los rebaños de Ribatejo.

Pessoa le obliga a ser un intelectual de las sensaciones, en vez de un sentidor a secas.

El «sensacionismo» debe quedarse en la piel, morir en ella. Huir del folio como se huye del cañón de una escopeta.

Cortázar lo hizo mejor. Presentarnos a la Maga (prima hermana de Caeiro)  a través de Horacio. La Maga no sabe que la están escuchando cuando le habla a Rocamadour o a Ossip. Si no, guardaría silencio. No me imagino a la Maga escribiendo nada. Como mucho, haciendo un dibujo en una servilleta. Una flor con bigote y sombrero, con mejillas por las que caen dos lagrimones.

Pero amo a Caeiro a pesar de todo y me empeño en que exista. Puedo perdonarle que haya escrito porque no se lo perdono a él, sino a Pessoa, por el que  no siento más que una leve simpatía.

«Poetas que no escriban versos», ese anuncio pondría yo a la hora de buscar un hombre que me interesase.

Qué manía tienen los escritores con escribir, como si con sentir no alcanzase.

Dejar una huella en la historia con la mano, sentado en una silla ergonómica, mirando a una pantalla con brillo ajustable. En vez de con el pie, caminando, besando la tierra. En vez de con las retinas.

Hay que pisar los objetos con los ojos. Mancharlos con la suela de los zapatos. Que se note que has estado allí, en la vida, que has usado la función de apertura del párpado.

Escribir es lo contrario de mirar. Es como mucho —y tampoco— haber mirado.

Pero sigo, porque esto es una carta de amor, o pretende serlo. Tardía. Y absurda, seguramente.

Leo el Livro do Desassossego y en cada párrafo, casi en cada línea, pongo al lado a quién pertenece esa frase, a qué heterónimo de los conocidos o de los que yo añado. A veces no sólo Soares o de Campos o Reis… También Borges y Proust y…

Porque ¡hay que ver cómo se parecen Pessoa y Borges! Ni una mujer en cuatrocientas páginas. Ni la insinuación de un pecho, de una cadera; el ruido de tacones alejándose. Nada que se parezca a una erección, a un cosquilleo, a la circulación de la sangre por la autopista del cuerpo.

Una depleción pertinaz de testosterona en cada frase del libro, eso hallo. Como si la vida hubiera salido volando, amenazada por una bandada de intelectuales cuervos.

Decapitar un cuerpo y que sobreviva sólo la cabeza. Y que sea esa cabeza la que se sienta delante del folio, la que escribe con la mano de sus circunvoluciones y de sus surcos.

Busco algo que se parezca a una contracción, a un espasmo, y no lo encuentro. A no ser la voluptuosa vibración del neocortex.

Parece un Tratado de las pasiones del alma —el título es de Lobo Antunes— en el que se hubiesen olvidado de poner ejemplos.

Debería haber también un cambio de estaciones dentro del cuerpo. Un otoño cerebral en el que se cayeran las hojas de la inteligencia, una primavera de las vísceras en la que las células se cubrieran de pétalos y espinas.

Olor a madreselva, a azucena, a magnolia. Ruido de ramas tronchándose.

Creo que Pessoa sólo sabe estar vivo a través de Caeiro.

Pero ¿por qué lo mata, entonces, tan pronto? Una pregunta que es también una respuesta.

No siento curiosidad por la Lisboa de Pessoa. La veo pasar entre las páginas y no me dice nada. No me siento interpelada por la Rua dos Douradores, por la Praça da Figueira, por el Terreiro do Paço. No siento la necesidad de sacar un billete para el tranvía, de hablar con los transeúntes, de asomarme a soñar a ninguna ventanilla de coche. El paleontólogo que es la conciencia no encontraría, aunque quisiera, un solo resto de deseo (una tibia, un peroné) en el subsuelo de mi alma. Pero cuando aparece Caeiro, y os juro que aparece, me mata no estar allí ahora mismo. Perderme todas esas luces, las fachadas de las casas, el lametón que pone el Tajo en la piel de su desembocadura.

Una ciudad que es dos ciudades según quién viva allí, según quién te la cuente. Según a quién ames; según por quién pierdas la cabeza.

Lisboa sería sólo un nombre, como Zúrich o Varsovia, si Caeiro no existiese.

Porque existe, porque está vivo. Basta con que yo lo sienta. Igual que basta con la caricia que pone una mujer con pseudociesis a la altura de su vientre.

Un niño que está perdido dentro del cuerpo y que la medicina no sabe localizar. Un subtipo de embarazo ectópico, una fecundación que se ha llevado a cabo en el pericardio en lugar de en el útero.

Que la medicina no sepa localizarlo no significa que no exista, ese hijo. La medicina no tiene instrumentos para detectar todos los tipos de amor de una madre.

Caeiro, escritor ectópico, hombre que hay que buscar en otros lugares. No en las facultades, donde se reúnen los académicos, ni en los cafés ni en las tertulias.

No en el Registro Civil, donde están apuntados sólo los que andan y comen y sacan tickets de metro para llegar a la oficina. Los que supuestamente viven. Los que vivirían si no fuera por el adverbio.

En otro registro, en otra forma de configurarse la materia.

No le he pedido muchas cosas a la vida, pero sí le pedía ésa: una noche con Caeiro en Lisboa. Subir juntos por la Rua Magdalena; perdernos en la Avenida da Liberdade; atravesar, riendo, el Passeio das Tagides.

Una noche al otro lado del cordón azul de mi pared. Sólo eso. Unas horas para gastar los ahorros de las células de la retina.

Por cierto, es mentira. Lo que dije antes. Lo de la leve simpatía. Me cae muy bien Pessoa. Me gusta mucho. Es brutalmente sincero y está lleno de belleza y de talento. Tiene frases que podrían muy bien estar en un museo, al lado de los cuadros de Botticelli, de las esculturas de Miguel Ángel.

Si el David tuviera que tener un libro entre las manos que le hiciera justicia sería, sin duda, el Livro do Desassossego.

Un orfebre, Pessoa, haciendo filigranas con la lengua portuguesa. Un artista que escribe con sacabocados, con martillo y lima, con cono de bórax y soplete, con laminadora y tijera.

Es sólo que no podría enamorarme de él. Aunque eso tampoco es culpa suya.

Y además, ¿acaso no estoy ya enamorada de él, de ese trozo de su alma que es Caeiro? ¿Acaso no ocurre siempre así: que amamos sólo una parte del otro y rechazamos el resto?

Pero ¿qué tipo de amor es ése?

Hacer con la identidad del otro, con su personalidad, lo que hace un asesino en serie con el cadáver de sus víctimas.

Amar con sierra eléctrica, con cuchillo de carnicero.

Descuartizar al otro y coger sólo la parte de su ser que encaja en la cerradura de nuestro deseo.

Tendría que dar ese paseo por Lisboa con todos, con el hombre completo, con el puñado de heterónimos. Aunque sólo tuviera ojos para los ojos azules de Caeiro.

Y eso sí, en algún momento de la noche (sólo por un par de horas), apretar el paso y dejar atrás a Reis, a de Campos, a Guedes, a Soares, a Pessoa…, darles esquinazo y echar a correr con Caeiro. Cometer un solecismo, un anacoluto pasional, pasando del plural al singular sin que medie explicación alguna. Alejarme con él, sencillamente. Como el que pone un pie detrás de otro. Como el que se echa a la garganta una bocanada de aire fresco. Agitar la bola de cristal hasta que París haga frontera con Lisboa y saltar allí, al otro lado, como niños que juegan a no pisar las losetas blancas del suelo.

(A la París de Rayuela, no a la otra, no a la real, que no me ha interesado nunca).

Pasar de la Rua da Conceiçao a la Rue de Seine, asomarnos al arco que da al Quai de Conti; cruzar el Pont des Arts; agacharnos para acariciar a los gatos del Barrio Latino.

Conseguir que un libro haga frontera con otro libro. Que no haya discontinuidad entre distintas formas de belleza.

Paseando en silencio, mirando cada uno lo suyo: él la ciudad, y yo su cuerpo. Le diría tantas cosas sin necesidad de abrir la boca…, sólo con un gesto de la mano, de la retina.

«He aprendido geografía por ti» —le diría eso, haciendo como el que tira de una cuerda, acercándolo muy despacio a mi boca.

Sólo media hora fuera. Y después otra vez de vuelta. Otro salto, como niños que juegan a la rayuela, que están a punto de llegar a la casilla final, o sea, al cielo. Dejar atrás París y avanzar por el Bairro Alto. Solos, brutalmente juntos, sintiendo la sangre del Tajo correr por las venas lisboetas.

Todavía con una hora y media, llena de minutos, por delante.

Corriendo. Felices. Celebrando los sentidos. Echándole monedas a la vida como si fuera una máquina tragaperras a punto de conceder el premio.

Cogidos de la mano. De los ojos. Prometiéndonoslo todo.

Haciendo lo que hay que hacer.

Un hombre y una mujer. Solos. A las tantas de la noche.

En Lisboa.

Dos cuerpos contribuyendo a un mismo incendio.

«Hogar  —dice en la página ochenta y nueve del Livro do Desassossego—, el lugar en el que no se siente». Tercera cosa —pues me faltaba una— en la que se equivocó Pessoa.

© Lucía Rodríguez. Mayo 2023. Todos los derechos reservados.

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Granada 1980. Se licenció en Psicología por la Universidad de Granada, obteniendo un Premio Nacional de Fin de Carrera: mejor expediente académico de Andalucía y segundo mejor de España. Completó la especialidad de «Psicología Clínica» con la calificación de «Excelente» y cursó también un Máster en dicha especialidad. Realizó, igualmente, un «Máster en Estudios lingüísticos, literarios y culturales», impartido por la Universidad de Sevilla, y dedicó su TFM al análisis de la obra ensayística de David Foster Wallace y de Jonathan Franzen. Fue ganadora del segundo premio en el X Concurso Antonio Villalba de cartas de amor con su relato «Menos cuatro letras», disponible en la red. Próximamente saldrá a la luz su primer libro: Extrasístoles. Actualmente reside en Granada. https://editorialskytale.com/autores/lucia-rodriguez/

16 COMENTARIOS

  1. Leerte y es todo al revés ahora. Descubrir esto a los 81 años gracias a tu “incapacidad” para hacer poesía.
    Uno se extasia, ya no leyendo tus textos, sino con solo mirarlos, es entonces cuando aparece el niño que fuimos, deseando quitar el papel de regalo para ver que hay dentro, ¿qué será?
    Has conseguido que la distancia entre lo que leo y lo que amo, haya desaparecido. Está ahí en tu cartografía y deseo hoy, en las líneas aéreas de Turquía, muerto de frio o junto a cualquier edición quijotesca.
    De ti me separa en mi mapa el delta del Ebro, la Cochinchina o el mar Caspio. No se donde estás y sé que estás en todas partes.
    Finjo aceptar esa separación, cuyo único obstáculo es esa cordillera inmensa de internet.
    Cada día -sí sé que editas cada semana- pero he dicho bien, cada día, después de leer tus escritos me siento como Caeiro, mirando la vida.
    Y una cuestión, ¿existe algun poeta que no escriba versos? Porque yo no conozco ninguno. Quizás si me preguntasen por alguna poetisa diría que si, que conozco una, solo una, y desde hace muy poco -aunque parezca que la conozco desde siempre-. Se mueve, con una brisa suave, entre hojas sueltas.
    Y quería comentarte que me dijeron en mi último viaje a Grecia que Alejandro de Antioquía, después de realizar La Afrodita de Milos -la Venus- le cortó los brazos, porque en una mano llevaba una manzana, de la que no se tiene explicación, y en la otra un libro desaparecido, que al parecer espera su reencarnación que se titulaba algo así como Brisa Brutal, donde había miles de frases, algunas como estas o parecidas:
    Una fecundación que se ha llevado a cabo en el pericardio en lugar de en el útero.
    Unas horas para gastar los ahorros de las células de la retina.
    Descuartizar al otro y coger sólo la parte de su ser que encaja en la cerradura de nuestro deseo o dos cuerpos contribuyendo a un mismo incendio.
    Larga vida Lucia, te necesitamos en cualquier frontera… En la de Paris de la Maga con la Lisboa de Caeiro, por ejemplo.

    • Buenas tardes, Alberto!

      Muchas gracias una semana más por tus palabras y tu cariño..Me hace siempre mucha ilusión leerte y las cosas que me dices.

      Estoy en Granada, muy cerca de Girona (digan lo que digan los mapas). Ningún río, ninguna montaña que obstaculice nuestra amistad 🙂

      Un abrazo y que tengas una feliz semana!

  2. Espléndido homenaje!!.
    Hay que leerlo despacio para empaparse bien de toda la riqueza lingüística y cultural del texto.
    Es un privilegio y un auténtico placer abrir cada jueves esta página y poder disfrutar de tanta belleza y de tanto arte.
    Gracias, muchas gracias, una vez más, por tan preciosos regalos!!.

    • Muchísimas gracias a ti por unas palabras tan bonitas y generosas. Me da mucha alegría de que disfrutes con lo que hago. Un abrazo!

  3. Me maravilla el alto nivel de conocimientos multidisciplinarios que manejas en tus relatos…
    Me maravilla lo que nos cuentas y el cómo nos lo cuentas…
    Es toda una aventura sumergirse en la riqueza de tus páginas, tan distintas unas de otras y todas con ese sello tan personal que las habita.
    Mi enhorabuena por ese don y por hacernos partícipes de ello.

    • Hola, Laura, muchísimas gracias por leerme una semana más, por tu interés y tus palabras tan cariñosas.. Te mando un gran abrazo!

  4. Sencillamente un homenaje magnífico!
    Un placer degustar la lectura de un texto de extraordinaria riqueza lingüística, con un toque personal refrescante, y con un desenlace que ha conseguido erizarme la piel.

    Me ha encantado Lucía!
    Mi más sincera enhorabuena.

    Pd: me has hecho coger mi atlas de COU.

  5. ¡Muchas gracias por compartir tus impresiones, Lucía!
    Después de leer este texto tan interesante me han entrado muchas ganas de leer también a Pessoa.
    ¡Gracias, Lucía!
    Un abrazo de nuestra parte

    • Gracias, guapa.

      Sí, léelo, que merece muchísimo la pena. Te va a encantar, ya verás.

      Besicos para los tres!

  6. Gracias por permitirnos leer y sumergirnos en tus pensamientos cada semana.
    Cada cual distinto pero con tu sello propio.Te hacen reflexionar a la vez que los vas descubriendo y cuando acaban quedas a la espera del siguiente,esperando que sea tan redondo como el anterior.¡Maravilloso Lucía!

  7. Yo no entiendo mucho de poesía, pero quedo maravillada por como te expresas y me dejo trasportar por la riqueza de tus palabras, un beso.

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