TURKISH AIRLINES
Por LUCÍA RODRÍGUEZ
Para Juanjo
Es nuestra última noche en Estambul. Acabamos de volver de la plaza, así la llamamos: «La plaza». Como si sólo hubiera una en toda la ciudad. En el país. En todo el mundo. Una sola plaza, en la que se desea desembocar, en la galaxia.
Hemos tomado un té riquísimo de manzana. Hemos fumado (yo por primera vez) en narguile. El camarero nos ha sonreído mucho. Nosotros le hemos sonreído todavía más.
«No me quiero ir —te he dicho allí sentados— ¿Qué va a pasar con el camarero, con la Blue Mosque, con los cantos del Imán, con los gatos, con la fruta de colores imposibles expuesta en el mercado? Con el Bósforo, sobre todo con el Bósforo. Los huevos cocidos y el zumo de naranja. Las mantas sucias. Los dulces que me regala Ibrahim. La música que suena en plena calle y que tira de mí, que me hace esclava. Los paseos por Beyoglu a las tantas de la noche».
«Ni yo» —me dices sin palabras.
Ahora estamos en Sultanahmet, nuestra zona, caminando. Es tarde, pero volver al albergue supone despedirse, aceptar que esto se acaba. Y no queremos, claro.
Hemos decidido quedarnos despiertos toda la noche, aunque no hayamos intercambiado ni una sola palabra al respecto. Entre nosotros es siempre así.
Doy un salto hacia adelante y nos veo en la playa, en Granada, en La Herradura. Estamos mirando el mar como mira un niño un helado que no le dejan comprarse. No tenemos bañador, así que todo se limita a eso, a la mirada al frente, a la mirada de deseo puesta en el cuerpo desnudo del agua.
«Hace mucho calor», sólo decimos eso: «Qué calor hace», como si fuera una especie de lenguaje secreto, una frase preacordada que anuncia lo que vendrá después. Nos miramos y, muertos de risa, empezamos a quitarnos las camisetas, el pantalón, la falda. Las chanclas salen volando y no las recogemos.
El bolso, los móviles, las llaves del coche, todo por ahí tirado, cubierto de arena, cerca del cubo, de la pala de los niños de la sombrilla de al lado.
Volvemos a mirarnos. Estamos en ropa interior. Nos reímos más fuerte todavía. Son las cinco de la tarde y la playa está abarrotada. Todo el mundo nos mira. Me subo a caballito y me llevas corriendo hasta la orilla. Entramos al agua así, unidos, yo encaramada a tu espalda, como si fuéramos un solo cuerpo hecho de alegría. Por eso nos mira todo el mundo. No por la ropa interior ni por el ruido. Por la alegría. Lo he sabido siempre. Lo he sentido siempre que estaba contigo.
Cantamos Wish You Were Here, de Pink Floyd, a grito pelado en el agua. Nos salpicamos. Nos hacemos ahogadillas.
Ni siquiera tenemos toallas. Ni siguiera nos hemos dado cuenta de que no tenemos toallas.
Otros no se habrían bañado. Otros. A nosotros no tener bañador nos parece un motivo absurdo, minúsculo, para no celebrar este día. No sabemos quedarnos quietos en la arena, con los ojos obcecados en lo imposible. Pensamos que es un agravio que ponemos en la piel del mar. De la vida. No tener bañador: la excusa que pone el que ya no ama, el que quizá no ha amado nunca. El que no necesita poner las manos en el cuerpo del otro. El que tiene los dedos retractilados, esperando el momento perfecto para estrenar el sentido del tacto.
El que no toca las cosas, tampoco sabe mirarlas. Hay una conexión secreta, una puerta de atrás, entre el ojo y la manos.
Se mira con la yema de los dedos de la retina. Se toca con los conos y con los bastones.
Nuestros ojos, que lo han acariciado todo: el barro, la seda, los cactus. Nuestras manos, que han visto lo que no ha visto nadie.
¿Cómo quedarse en la arena, mirando? ¿Cómo decirle al corazón que está latiendo en balde? Hay que explotar cada sístole, cada diástole; conseguir que en cada nanosegundo quepa una vida.
La alegría, es importante hablar de eso. De que estábamos solos en la playa, aunque estuviera llena de gente.
Solos en Estambul. Ahora mismo. En el paseo que estamos dando por las calles de Sultanahmet.
Ha empezado a llover. «Mira, una gota», te digo. Y lo mismo, siempre lo mismo contigo. Tampoco ahora nos preguntamos qué vamos a hacer, tampoco ahora intentamos cubrirnos con la chaqueta o buscar, a la desesperada, un paraguas. Lo vemos como un regalo: que llueva en Estambul a estas horas. Que el cielo sepa que es nuestra última noche y colabore. Estambul está lleno de tramoyistas ocultos que te regalan escenarios imposibles, bellísimos. Después de cada parpadeo, un mundo nuevo. Por eso cierro los ojos muy despacio y los abro como el niño al que le han prometido una sorpresa.
Diluvia. Las gotas casi hacen daño al estrellarse contra nuestras cabezas. Otra vez muertos de risa. Otra vez poniendo los corazones a ciento cincuenta, como si fueran un coche deportivo. O como si tuviéramos prisa en llegar a alguna parte.
Coches deportivos. Tu miocardio y el mío. Porque no, no tenemos prisa. Porque ya hemos llegado al lugar que queríamos. Una semana llevamos ya en nuestro destino.
(Destino, palabra polisémica: una ciudad —un lugar— y el ananké de los griegos).
Miramos hacia arriba un momento, como para confirmar el milagro, y luego enseguida nos abrazamos y empezamos a dar saltos en círculo, gritando. Pasa un hombre turco y nos dice que por qué bailamos. Eso nos dice. «Por qué bailáis, por qué reís tanto».
Se nos hace un poco raro que nos hable alguien. Pensábamos que estábamos solos, que la ciudad era nuestra, que la habían cerrado para el resto.
(Sólo porque estábamos juntos y llovía y era nuestra última noche y todo estaba precioso).
Entre los motivos para cerrar una ciudad, para ordenar un toque de queda debería estar ése: dejar solos a dos seres humanos.
Le contestamos al hombre, le decimos la verdad: «Porque estamos felices». Y luego seguimos riendo más todavía, porque nos da rabia haber tenido que explicar algo tan obvio.
Pero no, no es obvio. Si hubiésemos estado llorando, lo habría entendido desde lejos y habría pasado de largo. Pero ¿cómo saber que era alegría lo que estaba viendo? Igual nunca lo había visto antes. Igual nunca lo había sentido. No se ponen ejemplos de esto. Se ponen ejemplos de cosas que se parecen a la alegría, pero que no son la alegría.
Tampoco yo nunca la había sentido así, como contigo. Una alegría pura, sin adulterar. Una alegría que viene del juego, de la capacidad de vivir como si la mirada fuera un trompo y pudieras lanzarla, una y otra vez, sobre los objetos. Una y otra vez sobre los seres humanos que te rodean. Una mirada que da vueltas a velocidad de vértigo, que gira alrededor del mundo y lo ve todo. Hasta que cae rendida, despacio, y tienes que recogerla y ponértela otra vez en la cara y lanzarla otra vez ahí fuera.
«¿Quieres jugar conmigo?», le dice un niño a otro a todas horas en cualquier parte del mundo. Y nunca un adulto a otro adulto.
Hay quien jamás lanza la mirada por miedo a perderla. A que se le cuele debajo de un coche. A que se la pisotee alguien, o le dé una patada, o se le caiga en una alcantarilla.
Yo no sé explicar esto: mi incapacidad para relacionarme con personas que no llevan en la suela de los zapatos restos de plastilina o de arcilla o de tierra; un soldadito de plomo enganchado en el calcetín; una pegatina en el codo; manchas de rotulador en los dedos.
Sólo los niños llevan restos del juego encima. A esos restos del juego los adultos lo llaman «suciedad».
Jabón, lejía, alcohol, mil tipos de desinfectantes para eliminar la suciedad del cuerpo de nuestros hijos. La mancha que la vida pone en ellos.
Tú y yo no tenemos que decirnos nada, que pedirnos nada. No hemos visto apenas monumentos en estos días. Tres mezquitas como mucho. Pero conocemos a todos los gatos de Estambul, cada calle, cada rincón, cada farola. Hemos dedicado horas a oler con los ojos cerrados, tumbados a orillas de El Bósforo; a clavar los ojos en los hombres que pasaban, sin sentir vergüenza, sin pedir permiso a nadie; hemos corrido para llegar a tiempo a cada puesta de sol, jugado hasta caer rendidos en los columpios de la plaza. ¿Cuánta gente de la que ha venido a Estambul se ha tirado por este tobogán? ¿Cuánta ha perdido tres horas persiguiendo a un pájaro con un penacho blanco en la cabeza? ¿Cuánta ha visitado las pupilas de Bashir, de Kemal, de Abderrazak? ¿Recomiendan ese escalón mugriento donde hemos estado hablando hasta las tantas en la Lonely Planet?
Todos los sitios en los que me has cantado La vie en rose… En ninguna guía recomiendan tu voz, el canto del Imán, la música de aquella tienda de Taksim.
Sestear en la tienda de alfombras de Ibrah, comer con las manos, ensuciarse el vestido, los puños de la camisa, llevar en el pelo restos de hojas secas.
¿Quién se lleva los cinco sentidos a Estambul? ¿Quién no se deja la mitad en casa o en la maleta o en el armario del hotel?
Dejarse sentidos en casa porque pesan mucho. Porque se quiere ir ligero por la vida.
El móvil, la cartera y la cámara, en vez de los receptores sensoriales.
Tú y yo, apretando mucho los párpados para que no entre nada de luz. Apretando mucho los dientes para no saborear ni siquiera el aire. Con los oídos tapados y las manos metidas en los bolsillos. Para capturar sólo el olor de Estambul.
Y luego al contrario. Liberando sólo el oído. O la vista. O el tacto.
Decíamos: «Ahora, los cinco a la vez» y caíamos rendidos, exhaustos, como niños que han estado un rato dando vueltas rápidas sobre sí mismos.
Sentir: dar vueltas alrededor del propio eje para que la vida te alcance en todos los costados, desde todos los ángulos posibles.
Si estás quieto, inmóvil, hay partes de tu cuerpo a los que la vida no llega.
Corriendo a todas horas, tú y yo. Incluso parados. Haciendo un sprint con los ojos cuando la noche llegaba demasiado pronto y aún nos quedaba mucho por ver. Querer seguir viendo después de haber visto hasta la náusea. No permitir que las retinas, que el quiasma óptico, que el lóbulo occipital se cojan días de asuntos propios.
Otro salto. Son las tres. De la mañana. Y me llega al WhatsApp Something Stupid porque sabes que es una de mis canciones favoritas, y estás en un karaoke, y te has acordado.
Something Stupid en tu voz.
Podría estar dormida, pero estoy despierta.
Te respondo. Doy a enviar. Palabras de verdad. Ni un solo emoticono.
Y ahora una llamada perdida desde Kenia. No el mismo día, sino antes, mucho antes. Una llamada perdida cada noche que significa que estáis bien, que no os ha atacado ningún animal salvaje.
Tendría que haberme ido con vosotros. Contigo y con Álex. Pero no fui, y ahora es tarde.
El concepto de «Llamada perdida».
En Estambul, de nuevo. La última noche. Lloviendo.
Vemos la silueta del hombre alejándose. Todavía se vuelve de vez en cuando, como para confirmar lo que ha visto.
Otra vez estamos solos.
Llevamos una hora sin hablar. Sólo saltando y riendo, como si tuviéramos una de esas colchonetas hinchables bajo nuestros pies. O como si el suelo colaborara y perdiera dureza temporalmente. Un suelo que contribuye a la causa de nuestra felicidad. Un suelo con neuronas espejo. Cemento flexible, sensible. Con restos de plastilina, de arcilla, de tierra.
La felicidad no viene de arriba (de la cabeza), sino de abajo (de la suela de los zapatos).
Prestar más atención a lo que se piensa con los pies. Construir una epistemología a partir de los pasos, de la forma de andar, de bailar, de cada ser humano.
Una hora sin hablar.
Es mentira la teoría generativista de Chomsky. No se viene preparado para el lenguaje. Se viene preparado para el gemido. El lenguaje es el corsé que se le pone al grito.
¿Para qué nos sirve a ti y a mí el lenguaje, la palabra?
Para nada.
Soy más de Wittgenstein que de Chomsky. Porque también él desconfía del lenguaje. Y porque perdió a tres de sus cuatro hermanos.
El dolor te obliga a ser un ser humano, en vez de un científico. En vez de un filósofo.
Las largas y enrevesadas teorías de Wittgenstein (el Tractatus, las Investigaciones): un grito, un gemido largo. Por eso nadie lo entiende cuando lo lee. Por eso dicen que es un escritor difícil.
Pero ¿cómo hacerlo fácil, inteligible?
No se puede traducir el lenguaje de la selva. No hay diccionarios ilustrados para lo que se siente.
Yo no creo en el lenguaje. Y sin embargo…
Hay un nombre para los hijos que pierden a sus padres, pero no hay un nombre para el hombre que pierde a tres hermanos, para la mujer que pierde a un amigo. Para esta forma de orfandad horizontal: extiendes los brazos y no está la persona que debería. Extiendes los brazos y te cortas con el vacío.
(Una katana: el espacio desprovisto del ser querido).
Usar el lenguaje sólo para darle un nombre a esta pena, a esta orfandad, y luego volver al aullido, al balido, al lamento ciego, eléctrico de las entrañas.
Que el dolor sea inefable, ininteligible, insoportable. Como la alegría.
Seguimos saltando. Ya son las seis de la mañana. El sol está asomado a la mirilla del día, consultando su reloj de muñeca.
En algún momento sale nuestro vuelo. Podríamos perderlo, nada más sencillo que llegar tarde con la excusa de esta borrachera. Pero entonces no volveríamos nunca. Lo sabemos.
Hay que empezar a despedirse, pero ¿cómo? Prefiero cerrar los ojos, que me lleves como a una ciega hasta la terminal, hasta la azafata, hasta mi asiento 29C. Que me deposites en el aeropuerto de Sevilla como un bulto perdido, como una maleta extraviada. Porque eso seré a partir de ahora.
Pero ¿quién te lleva a ti, entonces?
Y tampoco sería justo. Arrancarnos los ojos justo ahora. Vendarnos los sentidos.
Hay que ver. Contraer y distender los músculos que permiten caminar, alejarse de Estambul por los propios medios.
Con los propios miedos.
Alejarse de Eminönü, de Gálata, de Balat. De Üskudar, de Fatih, de Kadiköy.
Último salto. Porque hace mucho tiempo que no me cantas nada.
Tres y años y medio que no me cantas nada.
Tú, que me cantabas a todas horas.
No sé si al menos puedes oírme, porque yo te canto mucho. Arriba, en el bosque, cuando camino bajo los pinos. Me lanzo con Pink Floyd. Trago saliva y me arranco así, de golpe, grito: «So…, so you think you can tell heaven from hell, blue skies from pain? Can you tell a green field from a cold steel rail? A smile from a veil? Do you thing you can tell?…».
Pero me quedo siempre a la mitad. No quiero terminarla. La uso para invocar tu presencia, tu vuelta.
Miro hacia arriba, a las copas de los árboles. Me concentro en el trino de los pájaros. A ver si me dicen algo, si preludian algo.
Pero nada. Tres años y medio que no vienes.
Yo insisto, golpeo con el puño de mi voz el estómago del aire: «How I wish…, how I wish you were here…». Un buen derechazo. Le castigo la sien, la mandíbula. Un cross profesional, un uppercut de libro.
Insisto, te mando mi ubicación en forma de señales de humo, de marcas en la tierra. Utilizo el código morse: tres pitidos cortos, tres largos y tres cortos; un eseoese que llegue hasta donde quiera que sea que te tienen retenido.
Estoy segura de que te tienen retenido. Si no, volverías.
Te conozco. Sé que volverías.
Tres años y medio sin verte.
Stones, de Neil Diamond. No me dio tiempo a compartirla contigo. A decirte que me gusta muchísimo. A escucharla en tu garganta.
Everything Trying, de Damien Jurado. Me enamoré de ella viendo La gran belleza. Te la mandé y te dije: «Tienes que aprendértela y cantármela». Pero no te dio tiempo.
Tuvimos tan poco tiempo…
Tan exageradamente poco tiempo…
Anda, ven, pásate un día. Aquí hay unas puestas de sol increíbles. Podríamos mirarlas sentados en un tronco, los pies colgando, las manos tapándonos los oídos.
No te he enseñado esto, no lo has manchado con tu risa, con tu alegría. No lo has manchado con tu belleza.
¿Podrías darme un toque al menos? Como cuando estabas en Kenia. Que sepa que sigues vivo. Que no te ha mordido un tigre, un león, la muerte.
Vivo en alguna parte.
Anda, ven. Oleríamos el tomillo, la aulaga, el romero.
Hay un árbol pequeño, un cachorro de pino, que te encantaría.
Lo riego, lo miro, le hablo de ti, le cuento cosas. Pero no es lo mismo.
Anda, ven.
Ya casi nunca me río.
Nadie quiere jugar conmigo, ensuciarse conmigo. Soy una niña solitaria.
Deambulo. Me pierdo.
Te has ido y sólo tengo medio trompo, media comba y media canica.
© Lucía Rodríguez. Mayo 2023. Todos los derechos reservados.
No tengo palabras para describir lo que he sentido al leer tu escrito.
Simplemente GENIAL!!
No se puede expresar mejor un sentimiento de auténtica alegría vivida y compartida con otro ser humano.
Tampoco se puede describir mejor el inmenso dolor de la pérdida.
Me siento embargada por esa doble emoción, tan profunda, tan real y tan fuerte.
No tengo palabras, no existen palabras después de las tuyas, que puedan describir mejor una realidad tan profunda y tan bella.
Leo una y otra vez… Imposible no acabar llorando!!!.
Muchísimas gracias por tus palabras y por esa sensibilidad tan bonita que has puesto para leerme.
Es para mí un regalo que lo que escribo llegue a personas como tú.
Un abrazo grande!
Lucia. Llevo leído el TURKISH AIRLINES no sé las veces.
Tantas como he querido contestar.
No sé contestar. Estoy bloqueado.
Jamás, jamás, jamás me había pasado esto.
Lo de hoy revalida todo lo anterior y lo supera, es excepcional.
La brisa se hace cada vez más brutal… ¿de dónde sale tanta categoría literaria jugando a la comba con esa alegría, la de verdad?
He llorado, ya está, confesado y pago el precio de que el turco no me pregunte y pase de largo ¿qué más da? Lo que me importa ahora es ir dando respuestas a tantas preguntas que me sugiere el texto, desde los dedos retractilados a esa inmovilidad constante donde no me llega la vida… menos mal que un día decidí moverme, este uno de abril, y la luz pedía perdón en la torpeza mientras yo rastreaba en internet en busca de las hojas sueltas, y en entre ellas con una suave brisa brutal estaba parte de mi vida perdida.
Sigue, sigue – “dale caña”- poniendo el corazón en tus escritos a ciento cincuenta o más. De las multas me encargo yo.
Juanjo, sea quien fuere, está agradeciéndote, regalándote tanta inspiración, haciendo circular entre vosotros un algo que no tiene nombre, que alcanzáis solo unos pocos y que los demás os envidiamos.
Lucia “Ha empezado a llover. «Mira, una gota»” Ah no, perdón siguen siendo mis lágrimas.
Eternas gracias.
Alberto, tampoco yo tengo hoy palabras después de leerte.
Gracias por tu emoción, por tus lágrimas, no todo el mundo -en realidad, casi nadie- es capaz de esa ternura.
Un abrazo grande, sentido.
Qué bonito eres.
Que íntimo e inspirador, muchas gracias Lucia
Gracias a ti, Canela
Lucía, enhorabuena por este texto tan emotivo e intenso. Los tres lo hemos leído y a los tres nos ha encantado. Un abrazo muy fuerte.
Muchas gracias, guapa. Me alegro mucho de que os haya gustado. Besicos para los tres!
Lucía, un abrazo a tí, que estás presente y me haces sentir orgullosa y privilegiada por haberte conocido. Gracias por este escrito tan precioso.
Ojalá pudiésemos tenerlo de nuevo con nosotros. Comparto tu deseo y tu dolor. Y me nutro de Buenos recuerdos..
Gracias, preciosa. Sabes que el sentimiento es mutuo. Es un regalo tenerte en mi vida.
Y sí, ojalá pudiéramos traerlo de vuelta. Yo seguiré intentándolo…
Muchos besos para todos. Hablamos prontico.
Una explosión de alegría y genuino canto a la vida!. Sentimientos que con el tiempo, la edad y las enfermedades, no nos permitimos mostrar.
Lucía es una escritora nata con conocimientos y fantasía para desarrollar sus historias y atrapar al lector.
Muchas gracias por tu mensaje, Laura! Un abrazo